Sobre Gritar

27.04.2024

Mientras volvía del 78 de la facultad, tuve a bien figurarme lo que pasaría si me pusiese a gritar a viva voz, hasta el desgarramiento. Antes de los escenarios, me di cuenta que nunca lo hice a placer: cuando lo hice, fue en medio de la ira o del dolor, como mecanismos de las emociones intensas más que como voluntad.

Imaginé que, si me desgañitaba de la nada mismísima, comprobado que no me lastimé o lastimaron, la poca gente alrededor sentiría o bien el miedo que se le tiene a lo potencialmente peligroso, o bien (o luego, si comprueban que soy inofensivo) la lástima que se le tiene al demente. Podría llegar la preocupación por ver a un semejante sufrir, pero esa moneda ya no corre tanto.

Por eso no grité: el que dirán es tirano potente.

¿Dije sufrir? ¿El grito va ligado inexorablemente a algún tipo de sufrimiento? No siempre; hay un permiso social para gritar por decisión, y cubre tres espacios legitimados: las competición, la movilización y los shows, instancias colectivas que, irónicamente, pierden las voces en una sola, fundición conmovedora que hemos vivido y debemos seguir viviendo, pero no sin su coerción aplastante de lo individual, si las vemos desde este borde en que pienso al grito.

Da Capo, vuelvo a la cabeza de este texto: el porqué de esta figuración en un bondi un viernes a las 22 horas responde a mis auriculares, que me regalaban el disco que grabó el siempre benefactor Pharoah Sanders con el músico marroquí Mahmoud Ghania; durante uno de estos frenesíes espirituales, alguien rompe a gritar mientras el viejo Pharoah hace lo propio con su saxofón en puntiagudas ondas desesperadas, signo suyo que en parte heredó del John Coltrane último y de Albert Ayler. Alguien tuvo la intuición certera de grabar el funeral del primero, y el segundo, tras una combinación de tres himnos religiosos, como tocado por el alma que se iba, gritó: con horror, luego con alegría. ¡Gritar de alegría! ¡Revolución! Esos minutos grabados, con su contexto (la pérdida prematura de Coltrane será una de las tragedias del siglo pasado) es algo para derretir ojos.

Hace unas semanas investigaba a Diamanda Galás, quien hizo buena parte de su quehacer compositivo un laboratorio del grito y la sordidez. Ahora pienso en Yoko Ono aun tenida en villanía por los vagos de siempre, interviniendo la canción, sea cual sea, con el fruto de su garganta.

Todos ellos, miembros de una secreta cofradía: una salvaje, sincera, valiente por solitaria, que con una vocal estirada, yendo hacia su ruptura, podría hacer hablar a las mismas entrañas. Nada nos impide ir hasta su abadía rudimentaria, pre-decibelio, pre-piramidal, pre-glaciación, que cuando vio llegar a las bacantes, extasiadas y ruidosas, las admiraron en vez de censurarlas. El grito es una ferocidad sin agresión a un otro, que debemos traer no solo en los ámbitos permitidos de la masa, sino también en el corazón mismo de nadie, nadie más que uno mismo.

Si no podemos evitar preocupar, podemos hacerlo bajo el agua, en medio de campos, en el teatro, cobijados por parlantes subidos al máximo… pero siempre debería latir la posibilidad de hacerlo, inusitadamente, mandando al de al lado a la mierda, gritando por supuesto, y luego gritarse: que el orgasmo, la canción, la felicidad, el numen, el rito, estallen como el trueno que somos.

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